que tenían el sabor más puro
a vida
y muerte.
Muerte
si tardaba mucho tiempo
en volver a besarlas.
Sonrisas que
me hacían creer estar soñando
con los ojos abiertos pero,
sin embargo,
estaba viviendo la mejor realidad de todas.
O eso creía.
Te estaba viviendo.
O matándome.
Sonrisas que sabían a menta y tabaco,
otras a vainilla o café.
A cerveza.
A sexo.
A mí.
A poesía en tu espalda, mi vida
hecha jirones.
Al final, a mentiras.
Sonrisas que contenían la excitación
e instintos más primarios.
Sonrisas de noche de hotel
y habitación desconocida.
De cama enorme
y abrazos que no terminan de serlo.
De sueños y promesas incumplidas.
Otra vez.
Sonrisas de animal que enseña bien los dientes
para clavármelos a bocados después.
Sonrisas que duelen pero
salvan a la vez.
Sonrisas que salían bailando entre dientes
de la misma
y hasta entonces
única boca
que me apetecía morder.
Sonrisas que me pertenecían
y acusaban de culpable.
Todas
eran
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